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El tiempo de la vida
José Luis Martínez Rodríguez (Valencia, 1959) es autor de una obra poética corta pero bien trabada que se enmarca en cuatro pilares: Culture Club (1986), Pameos y meopas de Rosa Silla (1989), Abandonadas ocupaciones (1997) y El tiempo de la vida (2000).
El libro que ahora traemos a estas páginas. Conviene recordar que la pertenencia de este poeta a la generación valenciana “de los ochenta” y su adscripción original al grupo formado por Vicente Gallego, Juan Pablo Zapater y Miguel Argaya en torno a la colección “La pluma del águila”, no le condujo, sin embargo, en su momento, a la obtención de premios de relumbrón (recordemos que Gallego es Premio Rey Juan Carlos y Premio Loewe, Argaya Premio Rey Juan Carlos y premio Loewe, Argaya premio Rey Juan Carlos y accésit de Adonais, y Zapater, Premio Loewe), ni a la aparición en “las” antologías de moda, pero sí a consolidar una tarea poética interesante, dotada de una gran originalidad formal que se ha movido a menudo en círculos secundarios y, por ello, inencontrables.
Hablamos para quién la desconozca, de una poesía definida ya en 1986 por Pedro J. de la Peña como “escritura lúdica”, y caracterizada por “el hallazgo feliz y humorístico en todas sus variantes, incluidas las sorpresas de juegos de palabras, tipo hermanos Marx. Y su trasfondo de ternura, hecho de giros y variantes como a golpes de semáforo -verde, amarillo, rojo- que acaban siempre por dar una visión emocionada de las cosas, tornadiza en sus usos, pero recuperable en sus esencias” (“Ante cuatro jóvenes poetas” en Las Provincias, domingo 16-II-1986; pág.40). Una poesía exteriormente luminosa y atractiva, aunque demasiada adscrita al esterilizador ídolo del ingenio, de la que podrían servir como ejemplo estos versos extraídos de su primer libro: “Que los baches me tomen por coctelera/ vale. /Que el socio de un bingo se cuele,/ tiene un pase./ Y que se hundan los barcos de tela metálica,/ me parece lógico./ Pero que salgas con que por mí vas a ser madre/ cuando sólo te introduje en fantasías,/ no lo concibo…” (MARTINEZ, José Luis: Culture Club, Valencia, Universidad, 1986; pág. 29). Poesía, en todo caso, refrendada y hasta exasperada en el siguiente poemario de José Luís Martínez, Poemas y meopas de Rosa Silla, donde lamentablemente se culmina la vía de la logomaquia y del juego, por más que, como pasaba en el libro anterior -y aún diríamos en cualquier libro de cualquier poeta en cualquier tiempo-, en ningún caso el árbol del ingenio logre ocultar completamente el bosque de la emoción poética. Pero el camino, evidentemente, está agotado: non plus ultra; cosa que nos confirma el larguísimo silencio posterior del poeta (1989-1997), sólo roto en 1994 y 1995 con sendos cuadernillos brevísimos: El oficio de soñar con que me pongo a escribir (Mislata, Ayuntamiento, 1994); luego incluido en Abandonadas ocupaciones) y Luis Cernuda (Torrent, Ayuntamiento, 1995; aunque escrito según reza el subtítulo en 1988).
Pues bien: precisamente en uno de ellos, El oficio de soñar, encontramos ya las bases formales y argumentales para la necesaria regeneración y rehumanización de la poesía de José Luis Martínez. Era evidente que el dique -mejor, el atasco- consolidado en la segunda mitad de los ochenta con Culture Club y Pameos y meopas de Rosa Silla, había de reventar en un momento u otro; y lo hace, aunque como un torrente y de forma significativamente madura, en Abandonadas ocupaciones, donde el poeta sin dejar del todo su tendencia luminosa a lo ingenioso, opta en cambio por desarrollar lo emocional. Y con un resultado nada despreciable. Como un fogonazo, Martínez parece descubrir un espacio “otro”, pero igualmente poético a este lado del poema, el lado de la vida: “la poesía es una amante/ sólo aparentemente generosa,/ que se contenta por las noches/ con tener sólo tus manos/ porque, durante el día/ la sirves con todo el cuerpo.” (MARTÍNEZ, José Luis: Abandonadas ocupaciones, Alicante, Aguaclara, 1997. Col. Anaquel, nº 45, pág. 22).
Se trata no de otra cosa que de un camino hacia el hombre; o si se quiere, de la logomaquia a la poesía, a la verdadera poesía, que se materializa dolorosa y a la vez lúcidamente en esta última entrega, El tiempo de la vida, donde podemos encontrar esta valiente rectificación, titulada “Refutación del ingenio” y que, por su interés, transcribo íntegra: “Fui ingenioso./ Y permití que entrasen en mis libros/ demasiadas palabras de la calle,/ jugué con las palabras todo el tiempo./ Me equivoqué al pensar/ que, sin necesidad de proponérnoslo,/ se está siempre en contacto con el fondo/ de las cosas./ No vi que me miraban/ -turbios, indiferentes, fríos-/ los ojos de unos peces abisales/ únicos, dueños del conocimiento./ Ahora sé que el sólo ingenio/ acaba produciendo grima, y obras/ que parecen de nadie -lo mismo que los chistes-/ pero llevan la firma de personas/ que el tiempo volverá ridículas./ Ahora sé muy bien / que el ingenio es deseo de evasión,/ chispa efímera, fuego fatuo,/ voluntad de escapar/ de cualquier compromiso”. (Martínez, José Luis: “Refutación del ingenio”, en El tiempo de la vida. Ibidem; pág. 18.)
El poeta asume al fin su compromiso, se ha encontrado, al fin, consigo mismo, con “el tiempo mismo de la vida” en su leve e inflexible devenir, “pues la memoria es vida,/ y es vida, vida antigua, nuestra sangre./ La antigua sangre y la memoria,/ ¿qué son sino la vida?/ La religión y el arte/ han dicho la verdad: es mentira la muerte (MARTÍNEZ, José Luis: “El tiempo de la vida”, en El tiempo de la vida. Ibidem; pág. 70). Claro, que la pregunta aflora entonces, natural, al albur de ese compromiso: ¿Qué querrán de nosotros las canciones?/ ¿Qué querrán de la vida, por qué vuelven? (MARTÍNEZ, José Luis: “Canciones”, en El tiempo de la vida. Ibidem; pág. 14). Y también la respuesta, que el poeta afronta desde la necesidad vital de transcender la nada, siquiera en el fragor estoico del instante: “Vives aún,/ vas a vivir eternamente./ Como el arco romano de tu poema,/ no concluyes, pues sigues yendo,/ en el recuerdo y en tus versos/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz” (MARTÍNEZ, José Luis: “A César Simón, in memoriam”, en El tiempo de la vida. Ibidem; pág. 66).
Un lujo, en fin, este libro, que certifica cuanto venimos diciendo desde estas páginas de Norma: que nadie puedes escapar permanentemente de sí mismo. Si intentarlo es, al menos a ciertas edades, incluso necesario, empozarse en ello parece en cambio una quimera suicida, y hasta una somera estupidez que a nadie engaña… ni siquiera a uno mismo, por más que logre ensombrecer temporalmente el horizonte y cegar definitivamente a los incautos. Como afirma José Luis Martínez, “son malos tiempos, como casi todos,/ para el recogimiento, para obrar./ Son tiempos de apariencias,/ de parlanchines fatuos./ Tiempos de egolatría” (MARTÍNEZ, José Luis: “Tiempos de egolatría”, en El tiempo de la vida. Ibidem; pág. 26).
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