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Antologías. Justicia poética

La editorial Renacimiento recopila los mejores versos del valenciano
José Luis Martínez y el vitoriano residente en Santa Pola José Luis Carreras

Mientras en la televisión de esta cafetería de Atocha los agraciados por la lotería de Navidad brincan, descorchan botellas y brindan, yo, aparte de pensar un año más en lo desagradable que resulta esa celebración del dinero, por otro lado legítima y comprensible (y en algunos casos conmovedora, justa, reparadora), leo a dos estupendos poetas que exhiben sentimientos también universales pero muchos más limpios y mucho menos obvios.

       Los dos han sido publicados en esa simpatiquísima colección de antologías de la editorial Renacimiento que ya es conocida por todos como “la de rayas”, y que a su modo está construyendo poco a poco otro canon de la poesía en español, casi un «anticanon» o, mejor, algo que va demostrando lo bobos o insuficientes que al fin y al cabo son todos los cánones y rankings. Yo mismo, que me creía enterado de estas cosas, no había leído nunca a ninguno de los dos, pero me alegra haberlos podido descubrir directamente así, ya un poco consagrados, mucho mejor difundidos, perfectamente comentados por sus dos prologuistas. Es otra forma de reparación y de justicia, también feliz pero mucho más discreta y silenciosa, completamente ajena a premios gordos.

Lo sublime y lo individual

       Quienes nos pasamos la vida escarbando en la belleza para poder sobrevivir estamos de enhorabuena con la aparición de Señor de los balcones, de José Luis Carreras, y Camino de ningún final, de José Luis Martínez. Vidal Carreras es un vitoriano de 1954 que vive en Santa Pola y desde hace más de veinte años imparte clases de griego en el I.E.S. Miguel Hernández de Alicante. «En el fondo del cielo/ estoy de pie», afirma en uno de sus mejores poemas («Desde mi corazón»: p. 84), y esos dos versos pueden servir de diapasón para abordar su obra: metafísica y autoafirmación, lo sublime y lo individual, lo más remoto y lo más inmediato, sin que lo lejano sea en absoluto más extraño o menos familiar que lo íntimo, pues el poeta no se observa a sí mismo ni a sí mismo ni a su biografía superficial sino que da vueltas al hecho de estar existiendo en un espacio infinito, a la conciencia de ello.

       Un glorioso ejemplo de ello está en la preciosa perfección del poema «Polvo»: «Te salvarás, porque abrigaste/ aquellas hojas en el suelo/ con tu mirar más puro/ y compartiste su temblor/ de polvo que llamaste hijo/ y que, mira, ya corre/ y salta junto a ti» (p. 128).

Entusiasta de la vida

       José Luis Martínez, por su parte, es un valenciano de 1959 que ha publicado hasta la fecha cinco libros de poemas, primero con una actitud libérrima que en ningún modo olvidaba la obligación de decir algo útil, algo valioso, algo compartible, y después con una hondura acaso resignada o, mejor, conforme, que consigue resultados magníficos.

       Así, si en sus tres primeros libros se vale de un estilo juguetón y a veces insolente y deslenguado que puede llegar a entrar de lleno en el terreno de la greguería («Las ojeras son/ los paréntesis.// Y las comas son las heces/ de las palabras» (p. 66), en los dos últimos , El tiempo de la vida (2000) y Florecimiento del daño (2007), aparte de ingresar con rotundo éxito en el métrico club de las «sílabas cuntadas», es la profunda serenidad meditativa la que gana la partida, y de hecho leemos una ilustrativa «Refutación del ingenio» en la que viene a arrepentirse un poco del exceso de elementos lúdicos en su pasado («jugué con las palabras todo el tiempo»…: p. 99), disculpa demasiado autocrítica en alguien que, insisto, siempre se lo tomó muy en serio. «No se aprende nada en este mundo si uno no lo consigue por medio del apasionamiento más abrasador», explica muy bien en su prólogo Vicente Gallego (pp. 15-16), quien al hablar de las poesía más reciente de Martínez afirma con exactitud que «hay en sus versos una visión siempre entusiasta de la vida: intensidad en el dolor y en la alegría, como si no existiera la tibieza, como si sólo hubiéramos venido para arder, para brillar un instante entre el polvo y la ceniza» (p. 20).

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