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Cómo decirlo

El amor en poesía (Antología de J. L. García Martín) Júcar, Gijón, 1989.
José Luis Martínez Rodríguez, Pameos y meopas de Rosa Silla, Mestral, Valencia 1989.

Una de las pequeñas torturas que me hacía más insoportable, si cabe, el tiempo secuestrado de mis obligaciones militares era el diario reparto del correo de la compañía. El entregar ciertas cartas a sus destinatarios, tarea casi aristocrática si se compara con la limpieza de esas moles de chatarra que son los tanques, de la que yo, por ser oficinista, sólo sabía de oídas, se convertía en insufrible calvario al tener que ver en los sobres cada mañana la bisutería amorosa –corazones flechados, guirnaldas de besos…- con que algunas tortolitas trataban de compensar la distancia. Una tarde cualquiera, de esa estación indefinida en que transcurren las épocas de encierro, vi a uno de los afortunados destinatarios de aquellas cartas barrocas leyendo un libro que excitó mi curiosidad: Antología de la poesía francesa del siglo XIX. Tras más de medio año de mili, por primera vez veía leer algo que no era Marcial Lafuente Estefanía. Me acerqué al recluta (la veteranía me permitía ese trato) con sorpresa e incredulidad -recuerdo- y tras hablar un instante con él me retiré a los cuarteles de invierno de mi soledad. “Lo leo -me dijo tal que así- porque hay poesías muy bonitas que le envío a mi novia como si fueran mías, cambiándoles algunas cosas, claro”.

       La anécdota ha ido madurando en mí y el desprecio que sentí por el plagiario enamorado se ha transformado hoy en agradecimiento porque supo enseñarme que -nos guste o no- una de las funciones propias de la poesía es también echar leña a la hoguera de los sentimientos particulares.

       Años más tarde, en el puerto de Guetario, en la costa guipuzcoana, una soleada mañana de primero de mayo, vi cómo dos adolescentes leían acurrucados, en la escollera, un libro. La imagen me enterneció. Él, muy joven aunque con un cuerpo ya florecido, susurraba al oído palabras leídas en un volumen de tapas plastificadas en azul. Me acerqué un poco más: Gustavo Adolfo Bécquer, en una de sus ediciones piratas que circulan por los mercadillos. Bécquer primero y Salinas después son responsables de la educación sentimental de muchos adolescentes. Las exigencias de una experiencia que crece con los años suele alejar a los lectores maduros de ambos poetas, aunque a veces, en virtud del movimiento pendular que rige nuestras vidas, las mismas exigencias vuelven a acercarnos a ellos. Porque además de todas las razones serias y trascendentes de la lírica, la sentimental emerge siempre con una empecinada irreductibilidad.

       Consciente de esa función su función subalterna de la poesía el crítico José Luis García Martín ha preparado para Unicornio, la colección juvenil de Júcar, una antología que bajo el título El amor en poesía recoge, textos coetáneos, desde Ángel González y los poetas del 50 hasta Amalia Iglesias y los poetas de los 80. Pese a que la historia literaria ha dividido estos treinta años en grupos y promociones sin fin, el efecto que produce la lectura, provocado tal vez por la hábil mano selectora, es el de una sutil homogeneidad estética. ¿Estarán los poemas de amor por encima de escuelas y movimientos? ¿O son estos sólo una ilusión óptica del afán catalogador del presente?

       El tema amoroso no le es ajeno a la generación nueva. El poeta parece buscar en la visión íntima, e incluso en la ensoñación erótica, el bálsamo a dos decepciones heredadas: el descrédito de su función redentora en la sociedad y el desencanto ante las estéticas de vanguardia. Ahora bien, no es amor todo lo que reluce en la temática amorosa última; hay mucho de ajuste de cuentas con el sexo, de onanismo en versión rememorante y de tópicos autoprestigiadores. Como también hay, en otro caso, una áspera poética de la imposibilidad del amor y de la soledad que emparenta con el tema por su costado menos amable.

       Lo amoroso, entendido sobre todo como un diálogo con el otro, como realización antes que como anhelo, alcanzó una de sus cotas más notables, entre los poetas últimos, con la publicación en 1986 de Interiores, del sevillano Juan Lamillar, y en particular la segunda parte del libro. Recientemente el valenciano José Luis Martínez Rodríguez ha intentado, con Pameos y meopas de Rosa Silla (Mestral, 1989) una hazaña semejante aunque con las armas contrarias: el humor, el coloquialismo y el desaliño expresivo. El resultado es un libro de lectura agradable, aunque el carácter perecedero de los materiales lingüísticos utilizados posiblemente contagien el conjunto a la larga. No sería un despropósito pensar, sin embargo, que la gracia, la ternura, y las situaciones ideadas por Martínez Rodríguez son susceptibles de entusiasmar a muchos adolescentes como mi idílica pareja de Guetario. El problema es que este libro difícilmente caerá nunca en sus manos, primero por su distribución elitista y después por su precio imposible. Este hiato entre el poeta joven y su público natural es una de las contradicciones sociológicas que, hoy por hoy, más daño le hace al género.

       Por cierto, en esta misma editorial -Mestral- y este mismo año -1989- se ha publicado en –La mala compañía de Felipe Benítez Reyesuno de los poemas de amor más lúcidos e impresionantes de nuestro tiempo, «Encargo y envío»:

                     «Señora de mis pobres homenajes
                     este arte sombrío no se ajusta a la vida
                     y es difícil decir en un poema Te quiero».[/fusion_text][/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_6″ last=»yes» spacing=»yes» center_content=»no» hide_on_mobile=»no» background_color=»» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» background_position=»left top» border_position=»all» border_size=»0px» border_color=»» border_style=»» padding=»» margin_top=»» margin_bottom=»» animation_type=»» animation_direction=»» animation_speed=»0.1″ class=»» id=»»][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]