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A favor del nervio en la lírica
En nuestro reciente repaso a las colecciones de poesía, decíamos que nos sirven para guiarnos en las lecturas, cuando nos fiamos de ellas, y que cada una de las buenas tenía un rumbo fijado. La llamada «colección de rayas» de Renacimiento supone un alto en el camino de los poetas contemporáneos, una primera consagración en esas antologías que se suelen aprovechar para recapitular el camino avanzado. En el caso, precisamente, de Camino de ningún final de José Luis Martínez (Valencia, 1959), es a la vez recapitulación y reconocimiento, pues nos encontramos con un poeta que, a pesar de tener un libro publicado en Pre-Textos (El tiempo de la vida, 2000), ha podido ir pasando un poco desapercibido.
En parte, me temo, por sus méritos. Su poesía es encantadora, revitalizante, impulsiva y aparece desprendida de toda esa capa de plomo dorado que a veces se echa encima el poeta para impresionar al crítico y al antólogo. El lector, sin embargo, agradece la ligereza, la falta de fatuas pretensiones y el pálpito a flor de piel. Hay en todo momento un evidente amor a la poesía y muchos de los poemas metapoéticos de esta antología son declaraciones pasionales más que textos de indagación filológica. En el prólogo de Vicente Gallego, muy personal e íntimo y a la vez muy literario e informativo, se nos cuenta, para describir al autor: «Descubría José Luis a Yeats, y era como si le hubiese tocado la lotería». Efectivamente, hay mucha celebración así en estos versos. Yo, a medida que los iba leyendo, escuchaba, como el estribillo de la canción que esta poesía es, un escolio de Nicolás Gómez Dávila: «La perfecta transparencia de un texto es, sin más, una delicia suficiente».
Al haber publicado cinco libros regularmente distribuidos en el tiempo, es tentador leer la antología siguiendo el hilo de una marcada evolución poética. Lo ha hecho, en una reseña ejemplar, Carlos Alcorta. Allí nos va dando información de primera mano de las influencias de José Luis Martínez y de las variantes (bastante enjundiosas) que la antología introduce con respecto a las obras originales. Por mi parte, destacaría simplemente que, a pesar de los cambios de tono y de gravitación, lo que para mí es su seña más característica, el encanto poderoso, despreocupado y desprejuiciado, atraviesa intacto toda la antología.
En el primer libro, que aquí se llama El concepto de autor, aunque en 1986 se llamó Culture Club, destaca especialmente el registro del humor tierno, autobiográfico. Asombran las coincidencias con el sevillano Carmelo Guillén Acosta. No sé si José Luis Martínez lo leyó, pero pueden deberse a un mismo interés extremo en el ritmo del poema y en su capacidad emotiva y a la lectura atenta de algunos autores hispanoamericanos, como César Vallejo.
Voy a ser un señor de mediana estatura,
voy a ser un señor más bien bajo
y un pelín temeroso de la muerte,
con sus dos entradas
y un redondel por todo lo alto.
[…]
A veces José Luis Martínez da un paso más allá (aún) en la tensión del lenguaje coloquial y los giros expresivos y pasa ya a recordarnos directamente a Abel Feu y su Feu de erratas (1997). Dice Martínez:
RETRATO
La mujer de mi vida,
que será como cualquiera,
seguro que surge un día de estos.
Le enseñaré mi retrato de comunión,
que es la caraba.
Le enseñaré mi foto de marinerito,
la de las orejas,
que es la leche…
Y la tomaré por compañera.
Y como ya no habrá complejo,
mariposearemos de por vida.
En Pameos y meopas de Rosa Silla (1989) mantiene la audacia expresiva, quizá ligeramente más contenida, pero exacerba la ternura. Se trata de un moderno cancionero de amor. La coincidencia con Cantos a Rosa de José Antonio Muñoz Rojas no parece limitarse al título: hay una misma apuesta por la espontaneidad y un romanticismo dialogante, exaltado pero en voz baja. Es un poemario-filón de hermosísimos y descarados versos de amor:
Por ti todo es serio y no paro de sonreír.
*
Mi querido pececito de colores: /
todo te escama […]
Y seguiré tus cariñosas advertencias, /
e incluso las del refranero.
*
Si Galdós levantara la cabeza, /
si su mirada tristona te viera así /
—tan perfecta, tan agraciada por la fortuna—, /
se moriría por dibujarte:
se le daba muy bien. /…/
Se mataría por sacarte /
un retrato chulo, /
valioso, /
capital.
*
y vivo solo —cuando tú no estás—
*
porque es una chavala excelente.
En Abandonadas ocupaciones (1997) uno cree toparse con un tono Víctor Botas y, por tanto, con un eco de Borges, pero con esa transparencia ingenua y juguetona que ya reconocemos como ineludiblemente Martínez:
EL JUGADOR
La luna,
la misma luna que luciera Lorca
en el ojal de todos sus libros,
la luna que los persas
tenían por espejo del tiempo,
en mitad de la noche tan oscura,
mientras me hago el solitario,
está marcándose un farol.
No abandona otra seña de identidad suya: la autobiográfica, tratada de nuevo con cierta ironía distanciadora o, mejor dicho, con una ironía que, por guardar las distancias, le permite acercarse mucho más. En un poema en el que habla de vender su casa, ofrece: «Y aporto incluso documentos literarios / —poemas como «Nuestra casa», «A mi perro»— / que prueban de manera fehaciente / que podrán ser felices en este lugar / donde el afecto crece como césped / …»
Que aparezcan sus propios títulos nos avisa de una veta principal de este libro: la metapoética. Da incluso una fórmula para escribir poemas, que tiene mucho de gag de cine mudo, con su misma ternura:
[…] Y a los versos los rondo y rondo,
no ceso de acecharlos,
hasta lograr que sean ellos
los que me persigan a mí.
La clave de este libro, y de la completa antología se nos ofrece en el poema «Desdecirse» (p. 76). El título, en principio, extraña y sólo se entiende cuando unas páginas más adelante se lee «A favor del poema débil» (p. 79): «A favor del poema débil / como canal que no puede con la góndola, / del poema desventado, / sin chispa ni gas, / nada atlético, / carente de fuerza como los tiempos que corren». Éste último está de la mayor actualidad, ciertamente, pero los dos poemas juntos funcionan como un anverso y un reverso, contradiciéndose para dejar en completa libertad al poeta. El hecho, sin embargo, de que se adelante el que desdice al otro, al digamos actual, además de producir una saludable sorpresa, nos subraya la preferencia del autor. Su poesía, vigorosa y vitalista, siempre regocijada en el fondo, desde luego que ha optado por desdecir el desmayo, muy a lo Juan Antonio González Iglesias, por no irnos a los griegos:
DESDECIRSE
A favor del poema
fuerte como pedazo de hierro,
con garra, rebosante de vigor.
Del poema que avanza con paso decidido,
gimnástico;
de los versos
sometidos a largos entrenamientos,
musculosos, viriles.
Y a favor de las comas,
los paréntesis y los puntos
enérgicamente puestos.
De los libros de anchísimas espaldas
capaces de llevarnos lejos.
A favor, en fin,
del nervio en lírica.
De las estrofas como halteras;
de la página
en absoluto lívida, pálida:
indescriptiblemente congestionada,
roja,
toda contracción.
En El tiempo de la vida (2000) hay bastantes novedades. Sorprenden los poemas con un componente social («Tiempos de egolatría», «Misantropía»), quizá no del todo logrados porque expresan, más bien, la nostalgia de lo social. Y nos encontramos con textos de arquitectura más amplia y con un aliento metafísico mayor: «La vida, ese país del tiempo», se clava en la página 136. Un gran poema es «La constante presencia de una edad», de ecos wordsworthianos y con una flor (la del dondiego) que atraviesa las edades mágicamente a lo H. G. Wells. Se ve aparecer la sombra de la benéfica Wislawa Szymborska. ¿O acaso no se la recuerdan estos versos de José Luis Martínez sobre la astucia?
Odio la astucia.
Pero justo será reconocer
que muchos les debemos a sus tretas
el puesto de trabajo, y el amor
y, a veces, la vida.
Justo será alabar
su tremendo atractivo, lo bien que se disfraza
de sana inteligencia, de espontánea euforia.
Y la plasticidad de sus escenas,
su enorme potencial como espectáculo.
Basta este fragmento para seguir viendo cómo nuestro poeta, trate el tema que toque, no abandona su sonrisa de fondo. En «De nuevo el primer libro» (p. 120) se le nota igualmente enamorado de la poesía y la vida: «Un nuevo libro / —si ha de ser nosotros, / si quiere merecerse el mundo / que habitamos aún—, / será libro si vuelves a apostar / a todo o nada por la poesía, / a todo o nada por la vida.// Será nuevo / si es, sin aburrir, / sin limitarse a dar más de lo mismo, / hijo de lo que puedes escribir, / hijo de lo que debes escribir, / de nuevo el primer libro».
El último (de nuevo el primero, por tanto) es Florecimiento del daño (2007). Reseñando El tiempo de la vida, ya notaba Valentín J. Ansede la influencia de Carlos Marzal y de Vicente Gallego. Buen oído el suyo, profético, porque es en este último libro donde de veras se hace evidente, incluso en la morosa acumulación de impresiones abstractas: «Dulce frecuentación de lo que estimo. / Secreta adquisición de su secreto, / morosa comprensión de su valor». (p. 170). La prueba de la dicción no engaña: «Desvanezcámonos de puro amor, / seamos esta música de saxo».
Pero no es un demérito, primero porque no es una influencia ni ilógica ni muy alejada de los propios intereses de José Luis Martínez, tan celebrativo siempre. Por otra parte, a lo largo de toda su obra poética ha demostrado ser capaz de atravesar los ecos, recogiéndolos y devolviéndolos, sin perder una voz propia.
Una voz que ahora se reposa un poco y que en «Una oración», en la página 176-7, ante un amanecer, se sugiere: «Deberías ponerte de rodillas». Para terminar, «En el silencio» (pp. 178-9) habla de «la verdad del amor a la verdad», y nos descubre que «la lentitud confita lo que toca», por lo que «tu última verdad te espera dulce». La verdad se nos deja como promesa de este libro (ya se nos había advertido que era un Camino de ningún final), pero casi quedamos tocándola con la punta de los dedos. Y, además, ¡qué bien nos lo hemos pasado hasta llegar hasta aquí!
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